UN PROYECTO DE
PALOMA RECIO MORÍÑIGO Y DAVID MARTÍNEZ
CALLEJEROS
¿Qué nombre deberíamos ponerle a nuestras calles?
Lo digo porque el nombre de referencia de los lugares está íntimamente
ligado a la idea que las personas tienen sobre el lugar y viceversa. Seguro que
cuando sentimos la palabra Infanta Doña María, no sólo podemos pensar en
la reina consorte de Portugal e infanta de Aragón y Castilla, sino además en el
futbol que jugábamos, los petardos que tirábamos y los vecinos que molestábamos
trajinando en bicicleta. Incluso, podríamos descubrir que María de Aragón fue
una persona con la que nosotros no estaríamos de acuerdo, y, sin embargo, no
terminaríamos de amargarnos con ella, porque eso significaría dejar de
simpatizar con parte de nuestro pasado...
Lo mejor, sin lugar a duda, sería que cada calle elija un nombre que le
sea propio: porque ¿qué hizo esa calle para ser pensada como de La
Constitución, Generalísimo o 2 de Mayo? Y sin embargo no es posible hacer
hablar a las calles para elegir el nombre con el que quieran ser llamadas, así
como es para muchos de nosotros tarde ya para lograr que nos recuerden con otro
nombre. Esto es así porque el hecho de nominar, por definición, es un acto de
imposición. Y como para todas las imposiciones hemos desarrollado sanas
costumbres: existe la sana costumbre de hacer que nuestros padres nominen a sus
hijos y que nuestros representantes bauticen a las calles.
Reflexionando sobre el tema, creo que la idea no es tan mala. Aún más,
se debería cambiar el nombre de casi todas las calles, teniendo en mente lo
autóctono como criterio.
Pero para hacer eso no basta con una u otra propuesta legislativa
aislada. No bastaría con elaborar una propuesta general, basada en estudios
históricos, sociológicos y psicológicos. No bastaría con encargar a un
autorizado grupo de trabajo el elaborar nombres propios de lugares que tengan
un impacto positivo tanto en la sociedad habitante como en los transeúntes.
Quizás lo mas acertado fuese preguntar a cada calle cómo quiere
llamarse.